domingo, 17 de marzo de 2013

Tampoco yo te condeno


V Domingo de Cuaresma

En tiempos de Jesús, la mujer era una marginada social. Su desigualdad con el hombre tenía su máxima expresión en la legislación judía sobre el matrimonio y el adulterio. La mujer pasaba de la autoridad del padre a la propiedad del marido. Cuando el esposo sospechaba de la infidelidad de su mujer, la llevaba al sacerdote. Ahí bebía una mezcla de agua y polvo del suelo del santuario, mientras decía: “Si has engañado a tu marido, estando bajo su potestad, si te has manchado acostándote con otro, entonces que el Señor te entregue a la maldición de los tuyos” (Núm 5, 11-31). El libro del Levítico condena el adulterio con la pena de muerte, que 
se ejecutaba de forma brutal y a pedrada limpia, como si de un linchamiento se tratara (Ez 16, 38-41).

Así están las cosas en la escena del evangelio. Fariseos y letrados sitúan a Jesús en un aprieto. Si perdona a la mujer se enfrenta a la Ley de Moisés. Si ordena que la apedreen, se enfrenta a los romanos, porque habían retirado al Sanedrín la facultad de ejecutar toda pena de muerte. Pero Jesús responde: “El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra”. Conocemos el final: “¿Ninguno te ha condenado? Tampoco yo te condeno”. 

Quien se enfrenta con sus propios fallos y debilidades, abandona toda posición de juez y se 
abstiene de condenar a nadie. Los acusadores niegan toda posibilidad de cambio y la ley judía no da segundas oportunidades. La misericordia de Jesús nos rehabilita con toda la dignidad ante Dios, ante los demás y ante nosotros mismos. La adúltera no necesitaba piedras, sino misericordia. Al final la condena no alcanzó a nadie y la misericordia a todos. Asumamos el estilo y los criterios de Jesús.

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