sábado, 23 de enero de 2016

¡GRACIAS!




 
 Con este lema, la Obra de la Infancia Misionera invita a los más pequeños a contemplar el mundo desde la curiosidad y la admiración. Les ayuda a salir de sí mismos y a descubrir que, más allá de las propias fronteras, hay otros niños, otra realidad, otro mundo. 

Los educadores tienen la hermosa tarea de ayudarles a valorar esta novedad como un don y un regalo. Su respuesta no se hace esperar: “Gracias”. Los niños nos recuerdan –dice el Papa Francisco– que todos, en los primeros años de vida, hemos sido totalmente dependientes de los cuidados y de la benevolencia de los demás. Y el Hijo de Dios no se ahorró este paso. 

Es curioso: Dios no tiene dificultad para hacerse entender por los niños, y los niños no tienen problemas para comprender a Dios. Ellos son en sí mismos una riqueza para la humanidad y también para la Iglesia, porque nos remiten constantemente a la condición necesaria para entrar en el reino de Dios: la de no considerarnos autosuficientes, sino necesitados de ayuda, amor y perdón. Y todos necesitamos ayuda, amor y perdón.

Los niños nos recuerdan también, que somos siempre hijos. La vida no nos la hemos dado nosotros mismos, sino que la hemos recibido. El gran don de la vida es el primer regalo que nos ha sido dado. Es motivo de alegría sentir que en cada edad de la vida, situación, condición social, somos y permanecemos hijos. 

Son numerosos los dones, muchas las riquezas que los niños traen a la humanidad: Aportan su modo de ver la realidad, con una mirada confiada y pura. Confianza espontánea en el papá y en la mamá; y tiene una confianza natural en Dios, en Jesús, en la Virgen. Su mirada interior es pura, aún no está contaminada por la malicia, la doblez que endurecen el corazón. Tienen la capacidad de recibir y dar ternura. Por eso, los niños pueden enseñarnos de nuevo a sonreír y a llorar. Por estos motivos, Jesús invita a sus discípulos a hacerse como niños, porque de los que son como ellos es el reino de Dios.

Infancia Misionera 2016



domingo, 17 de enero de 2016

El vino de la Vida

Hoy el Evangelio nos lleva de boda. Será el primer signo de Jesús el que allí se ofrecerá. María se da cuenta de una carencia: la del vino. Ve y comprende la dificultad de aquellos dos jóvenes esposos a los que viene a faltar el vino de la fiesta, reflexiona y sabe que Jesús puede hacer algo, y decide dirigirse al Hijo para que intervenga: "Ya no tienen vino".

Hace de su descubrimiento una petición a su Hijo e invita a los sirvientes a escuchar esa Palabra de Jesús: Haced lo que Él os diga. María lee los acontecimientos de la vida, está atenta a la realidad concreta y no se para en la superficie, sino que va a lo profundo, para captar el significado. Por eso les propone que escuchen al Hijo. Les plantea lo que en el fondo ha sido su vida desde que decidió que en ella se cumpliera la promesa de Dios: "hágase en mí según tu Palabra". 

Ella presenta a los otros algo que no le es extraño. Por eso, vio la carencia en la boda, la hizo suya solidariamente, y se puso manos a la obra. No se quedó sólo en relatar lo que sucede y lamentase por lo que falta o va mal. Darse cuenta del vino que nos falta, arrimar el hombro en lo que de nosotros depende, teniendo en la Palabra de Jesús nuestra fuerza y nuestra luz. 

Cuando hubo el buen Vino, hubo fiesta, y los discípulos viendo el signo, el milagro, creyeron en Jesús. Por eso termina el Evangelio diciendo: Los discípulos creyeron en Él. Necesitamos milagros de "Vino"; el mundo necesita ver que los vinagres del absurdo se transforman en vino bueno y generoso, el del amor y la esperanza, el que germina en fe. Hay un brindis pendiente siempre. Que sea con Vino como el de María en Caná. 

¿Cuál es el vino que nos falta en nuestro mundo? ¿El vino de la paz, el de la ternura; el vino de la fe, de la esperanza y del amor; el vino de la verdad...? Cuando faltan estos vinos, la vida se "avinagra".

domingo, 10 de enero de 2016

LA PALABRA

Por medio de la palabra nos comunicamos, nos manifestamos. La palabra es sonido exterior que muestra la verdad interior. Por eso el hombre se define y expresa por la palabra; cuando queremos alabar a un hombre honrado y justo, que hace lo que dice, lo definimos como "hombre de palabra".

Navidad es el misterio de la Palabra encarnada. Al leer el denso y maravilloso prólogo del Evangelio de San Juan, recordamos y celebramos que la Palabra se hizo carne y vino a nosotros. Y al mismo tiempo constatamos que los hombres no la recibieron, no la conocieron y cerraron sus puertas. En la Navidad primera y en la Navidad de hoy, Dios viene a nosotros y quizá nosotros nos resistimos a recibir a Dios. Como los habitantes de Belén, es más cómodo no enterarse, no recibir verdaderamente la Palabra y contentarnos con un “Felices pascuas” cantando un villancico, pero no colaborando para que se haga realidad la Navidad. 

El hombre cada vez domina más la palabra, habla más lenguas, escribe más libros, redacta más informes y artículos y a la vez miente más con la palabra. Dios, en cambio, muestra su Palabra total y definitiva en Cristo, se nos hace más cercano con su Palabra encarnada y nos revela que en la palabra amor se condensa toda la “ley de los profetas”. 

No creemos en un Dios mudo, sino en un Dios que ha hablado, que ha enviado al mundo su Palabra de salvación; por eso lo proclamamos a viva voz:

“Por Él, que es tu Palabra, hiciste todas las cosas; tú nos lo enviaste para que, hecho hombre por obra del Espíritu Santo y nacido de María, la Virgen, fuera nuestro Salvador y Redentor. Él, en cumplimiento de tu voluntad, para destruir la muerte y manifestar la Resurrección extendió sus brazos en la cruz, y así adquirió para ti un pueblo santo”.